En invierno y en verano encuentran ustedes rebajas por todas partes. Sobre todo, en los grandes y pequeños almacenes. Por un puñado de euros compra usted el doble de lo que necesita. Dice la señora Matilde: “Así tengo yo, hija, mis armarios en casa: abarrotados de quincalla”.
Mucha quincalla tenemos, también, en el corazón. Hemos abaratado la fe. Hemos bajado a Cristo del madero. Seguir a Cristo siempre merece la pena; pero hoy acá, por estos lugares, preferimos un Cristo sin cruz. Y sin cruz solo hay rebajas. La superficialidad de la nada. Un cristianismo sin nervio que no aguanta las embestidas paganas o los vientos del paganismo posmoderno.
La cruz es servicio, entrega, sacrificio. La cruz es fidelidad a Cristo. La cruz es Pascua, que significa “paso hacia la luz”. San Pablo nos decía: «No prescindáis de la cruz; no la vaciéis de significado» (cf 1 Cor 1, 17). Razón tenía Saulo de Tarso.
¿Pero cómo hacer deseable, hoy, el sacrificio en bien de la comunidad? ¿Cómo convencer de que ofrecer la vida en beneficio del bien común es ser un buen político? ¿Hemos entendido esto siquiera los cristianos? ¿Lo vivimos en la Iglesia? ¿Qué percibimos en la comunidad política, si no es ambición de poder? ¿Qué se respira en nuestros ambientes?
La cruz es nuestro distintivo. Pero los cristianos aquí en España estamos casi siempre de rebajas. ¿Será que alguien ha pensado que, echando agua al vino lo podemos ofrecer más sabroso? Puso el Señor sobre la mesa, en la boda aquella de Caná -¿recuerdan?- no sé cuantos litros de vino fuerte y generoso, y todos bebieron felices: aquel vino era mucho mejor que el primero.
Había, una vez, en un pueblo, un avispado cantinero que decía: “Yo les ofrezco vino al que echo agua, y es así como les gusta más. No lo notan. Todos contentos; yo gano y ellos también”.
¿Cómo nos atrevemos a rebajar el sabor de la fe cristiana o del ágape fraterno? ¿Con que rostro le echamos agua al vino? Las rebajas no mejoran el vino. El vino bueno del evangelio -como el de Caná- no admite rebajas.
Vivimos todos metidos en un invierno religioso bastante crudo, y en vez de alimentarnos mejor para combatir el frío, rebajamos la alimentación y desechamos las vitaminas. Comemos basura que no alimenta, aunque llene el buche.
Ando estos días penitenciales releyendo un libro clásico (“El precio de la gracia”) de Dietrich Bonhöeffer, teólogo luterano, asesinado con 35 años en la cámara de gas de Flossenburg (1945). Dice Bonhöeffer: «Hemos malbaratado la fe; hemos rebajado la gracia de Dios». ¿Pero cuál ha sido el coste, en Europa, de aguar el buen vino del evangelio? Veamos el cristianismo que tenemos, y obtendremos respuesta.
Es triste ver -dice Bonhöeffer- cómo tratamos la gracia: el Bautismo, la Eucaristía, celebrados sin convicciones. “Todo, trasformado en mercancía a liquidar”. Todo a cien. Como si fueran ritos de consumo que no significan nada.
Nos preparamos para celebrar la Pascua del 2016. ¿La celebraremos como lo que es y significa? Sin que quitemos nada a la religiosidad popular, algunos piensan que con salir en procesión el Viernes Santo ya tienen bastante. Planchan el capuchón, ¡y hasta el año que viene!
No debe ser así. No abaratemos la fe. No la liquidemos, como se liquidan los productos de todo a cien o de todo a un euro. San Pablo sigue repitiendo: «A alto precio habéis sido redimidos» (1 Cor 6, 20). ¡A precio de cruz!
No nos inventemos, por tanto, rebajas para seguir a Jesucristo. Sólo quien se abraza con generosidad a la cruz, conocerá la luz de la Pascua. Si veneramos la cruz, no es por la cruz misma, sino por Aquel que pende de ella.
Pero sin cruz no hay Pascua. Sólo, rebajas y baratijas.
Eduardo de la Hera
No hay comentarios:
Publicar un comentario