viernes, 2 de junio de 2017

La liebre y la tortuga

Algunos caminan a paso desesperante; llevan marcha de tortuga. Pero aunque parezca que no, la tortuga y el caracol también avanzan. Sobre todo, si son constantes, y no les fallan los motores igual que a Fernando Alonso con sus coches de carreras.

Recuérdese quién llegó primero a la meta, cuando -según la fábula- una tortuga y una liebre se apostaron a correr, y la liebre, burlándose de su contrincante, se tumbó a dormir la siesta. Dice el fabulista que la tortuga, lenta pero segura, llegó la primera, y que se desternillaba de risa, viendo a la confiada liebre rabiar y patalear, cuando perdió la competición.

La pedagogía del evangelio no es una pedagogía fulgurante, como la del implacable fuego que desciende del cielo y todo lo arrasa. No es pedagogía de coches de carreras. La pedagogía del evangelio utiliza el reloj de la paciencia con calma y tranquilidad. Despacio es como crece y fructifica la semilla. Tirando violentamente hacia arriba de una planta, esta no crece más de prisa. Un niño no se hace hombre a empujones.

La pedagogía del evangelio no utiliza métodos radicales e impositivos, no empuja a aquellos que no descubren la fe y sus exigencias enseguida. El evangelio emplea, más bien, métodos caritativos, sanadores y respetuosos, aunque no deberíamos confundir respeto y paciencia con inercia, comodidad o calculada lentitud de liebres presuntuosas. El Papa Francisco nos está diciendo, todos los días, que sin prisa, pero sin pausa se pueden ir haciendo las reformas de la Iglesia. Eso sí, un buen padre de familia debe estar al lado de sus hijos, cuando aparecen las “crisis de crecimiento”. O se manifiestan las dudas. O cuando aparecen los inevitables cansancios y decepciones...

Cuántas veces hemos ido a visitar la viña que Dios nos encomendó, y nos hemos encontrado una cepa raquítica, un desarrollo enano, o -lo que sería peor- una ruina total, debido a la infausta helada de una noche o a una coyuntural sequía.

¿De qué sirve lamentarse? De los fracasos también se aprende. Uno se puede extraviar muchas veces. Un extravío no equivale todavía a la ruina final de una persona. ¿Recuerdan ustedes con qué paciencia Cristo tuvo que recuperar las esperanzas rotas, abandonadas y derribadas de sus discípulos?
Antes de enviarles a evangelizar, estuvieron con él, y él derrochó paciencia con ellos, afinó su pedagogía, les prodigó mucho amor en todo momento. Al final, le dejaron solo, como hacen los niños maleducados con el padre, la madre y el catequista. Sin embargo, Jesús jamás les retiró su confianza. Después de su resurrección, nunca les afeó su conducta. Ni siquiera les riñó. Les devolvió la paz, les regaló su Espíritu, y les envió a evangelizar.

Jesús no cambió de obreros. Cualquier empresario lo hubiera hecho. “¡Menuda tropa me ha caído en desgracia!” -podría haber comentado el Señor. Pero el estilo de Jesús no era empresarial. Él siempre fue así: fraterno, paciente, amoldado a las personas y al barro que hay en ellas. Confió lo mismo en la lentitud de Felipe que en el ímpetu de Pedro. Y siguió al lado de aquellos que le habían dejado solo en la dura subida al Calvario.

Esta es la pedagogía evangélica. Muy alejada de lo empresarialmente rentable, al modo humano. La Iglesia tampoco es una empresa; es un cenáculo creyente. Algo muy diverso en ideas, fuerzas y recursos personales a las industrias de este mundo. En el camino de Jesucristo, aunque sea despacio, lo importante es llegar.

Recordemos lo de la liebre y la tortuga.

Eduardo de la Hera

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