El Plan de Pastoral recientemente aprobado por mí, como
Obispo de la diócesis
de Palencia, es, en cierto modo, mi “programa pastoral” para
los próximos años. Editado en un libro de 80 páginas, a disposición de todo el
que lo quiera, contiene orientaciones del Magisterio de la Iglesia y orientaciones
del pasado reciente de la diócesis, junto con las propuestas aprobadas por el
Consejo Presbiteral y el Consejo de Pastoral, promulgadas por mí el pasado 15
de julio de 2011. En total son 23 los temas estudiados y unas 120 las
propuestas pastorales, elegidas entre las casi dos mil que presentaron muchos
sacerdotes, religiosos y laicos de la diócesis.
Durante los próximos meses, tengo el propósito de comentar en Iglesia en Palencia el caudal de ideas y nuevos planteamientos contenido en esas páginas, fruto sin duda de la acción del Espíritu Santo, a través de los fieles palentinos, y destinado a renovar nuestro cristianismo, quizás adormecido un tanto por muchos años de “catolicismo sociológico” en un sector de los bautizados. A través de este artículo, el primero de la serie, comienzo con el Tema 1.1 del Plan de Pastoral, titulado “La catequesis de la iniciación cristiana”.
Durante los próximos meses, tengo el propósito de comentar en Iglesia en Palencia el caudal de ideas y nuevos planteamientos contenido en esas páginas, fruto sin duda de la acción del Espíritu Santo, a través de los fieles palentinos, y destinado a renovar nuestro cristianismo, quizás adormecido un tanto por muchos años de “catolicismo sociológico” en un sector de los bautizados. A través de este artículo, el primero de la serie, comienzo con el Tema 1.1 del Plan de Pastoral, titulado “La catequesis de la iniciación cristiana”.
La primera de las etapas de la iniciación cristiana es el
despertar religioso. Si, convencionalmente, dividimos los primeros años de la
vida de un niño en infancia y niñez adulta, en la infancia (0-5 años) es el
tiempo adecuado para realizar el despertar religioso de los niños, previo a la
catequesis. Es un momento decisivo para el futuro de la fe en la etapa de la
niñez adulta (6-12 años).
En los primeros años de la vida (0 a 3 años), los niños no pueden vivir solos, necesitan absolutamente ser queridos y protegidos. Poco a poco van afirmando su autonomía, que se manifiesta en el deseo de hacer las cosas ellos solos. Entre los 3 y 5 años desarrollan la imaginación y la fantasía; se despierta el gusto por las narraciones, los cuentos y las historias fantásticas y desean hacer lo que ven en sus personajes favoritos. Es la edad de la oposición, del no; crece su relación con los mayores y los otros niños. Afectivamente necesitan seguridad y que los demás presten atención a lo que hacen, por eso se sienten orgullosos cuando son alabados por su comportamiento. En el ámbito de lo religioso, empieza el interés por las primeras imágenes de Dios y aparecen los primeros sentimientos religiosos. Imaginan lo divino en términos humanos, sin llegar a lo trascendente. Comienzan a memorizar algunas oraciones, aunque no puedan comprenderlas todavía. Su comportamiento moral se rige más por los efectos que producen sus actos en el entorno familiar, que por haber asumido unas normas de comportamiento.
La familia, en este momento, adquiere una gran importancia. El equilibrio afectivo y psicológico de los mayores, el diálogo sereno de padres e hijos, las expresiones de cariño y el clima de protección favorecen mucho el desarrollo de los niños. El niño entonces vive seguro y feliz con los suyos. Ello es consecuencia de un estado de confianza en quienes están con él, especialmente con la madre, que es su primera educadora, como transmisora de ideas y valores para el desarrollo de su persona y de su relación con los demás.
El despertar religioso nace, así, en el clima afectuoso creado por los padres y madura progresivamente en el hogar. Los padres, y en muchas ocasiones los abuelos, ofrecen a los niños, desde el inicio de su vida, los primeros signos de la ternura y del amor de Dios. La llamada por los psicólogos confianza fundamental es condición indispensable para despertar el sentimiento religioso: la apertura a Dios. Esta confianza básica en la vida le asegura al niño que la vida, en último término, tiene sentido, que merece la pena vivirse, que todo va a ir bien, que no hay amenazas. Ahora bien, en una familia desestructurada puede ocurrir lo contrario y el niño, al perder esa confianza fundamental, tiene el riesgo de caer, en ciertos casos, en una depresión infantil.
Antes de enseñar al niño un conjunto de verdades sobre Dios, la Iglesia o los sacramentos, e incluso antes de enseñarle de memoria unas cuantas oraciones, tenemos que hacer que encuentre a Dios en Jesucristo, que es la manifestación plena del Padre al mundo. Para conseguir esta apertura a Dios en el niño, los padres deben iniciarle en la escucha de narraciones bíblicas adecuadas a su edad, especialmente de la vida de Jesús. Hay ya Biblias adaptadas a estas edades tempranas, que consiguen que el niño se familiarice con los principales personajes de la historia sagrada. También tiene mucha importancia la oración de los padres con el niño, hablando a Dios delante de él y junto con él, y aludiendo a cada uno de los miembros de la familia (pedir por el abuelo enfermo, por sus hermanos...). En la medida de sus posibilidades de comprensión, debe iniciársele también en la vida litúrgica de la Iglesia, celebrando en un ambiente festivo los domingos y las principales solemnidades cristianas, como son Navidad, Pascua, las fiestas de la Virgen, etc. Finalmente, debe ya iniciársele a la vida moral, transmitiéndole sentimientos de solidaridad, de compartir, de respeto al otro, etc.
En resumen, el proceso del despertar religioso busca alcanzar tres objetivos: 1) favorecer que el niño perciba en su propia vida la cercanía de Dios Padre en Jesucristo, que le da seguridad; 2) ayudarle a empezar a expresar su experiencia religiosa dirigiéndose a Dios con sus propias palabras y con algunas oraciones aprendidas al rezarlas; y 3) comenzar a valorar a los demás como Jesús nos enseña en su evangelio.
Pero, desgraciadamente, esto no puede darse hoy por supuesto en todos los casos. La indiferencia religiosa de un número elevado de parejas jóvenes hace que muchos niños sean llevados a nuestras catequesis de primera comunión “sin saber nada”, como frecuentemente describen esta situación los catequistas que los reciben. Se impone, pues, poner remedio a este descuido familiar. Las parroquias deberían establecer un año de precatequesis o de despertar religioso, donde catequistas preparados intentaran suplir el proceso que anteriormente debería haberse hecho en la familia. Si no se da este despertar religioso y se empieza con la catequesis propiamente dicha, se corre el riesgo de que la tierra no esté suficientemente abonada y la semilla no dé fruto.
En los primeros años de la vida (0 a 3 años), los niños no pueden vivir solos, necesitan absolutamente ser queridos y protegidos. Poco a poco van afirmando su autonomía, que se manifiesta en el deseo de hacer las cosas ellos solos. Entre los 3 y 5 años desarrollan la imaginación y la fantasía; se despierta el gusto por las narraciones, los cuentos y las historias fantásticas y desean hacer lo que ven en sus personajes favoritos. Es la edad de la oposición, del no; crece su relación con los mayores y los otros niños. Afectivamente necesitan seguridad y que los demás presten atención a lo que hacen, por eso se sienten orgullosos cuando son alabados por su comportamiento. En el ámbito de lo religioso, empieza el interés por las primeras imágenes de Dios y aparecen los primeros sentimientos religiosos. Imaginan lo divino en términos humanos, sin llegar a lo trascendente. Comienzan a memorizar algunas oraciones, aunque no puedan comprenderlas todavía. Su comportamiento moral se rige más por los efectos que producen sus actos en el entorno familiar, que por haber asumido unas normas de comportamiento.
La familia, en este momento, adquiere una gran importancia. El equilibrio afectivo y psicológico de los mayores, el diálogo sereno de padres e hijos, las expresiones de cariño y el clima de protección favorecen mucho el desarrollo de los niños. El niño entonces vive seguro y feliz con los suyos. Ello es consecuencia de un estado de confianza en quienes están con él, especialmente con la madre, que es su primera educadora, como transmisora de ideas y valores para el desarrollo de su persona y de su relación con los demás.
El despertar religioso nace, así, en el clima afectuoso creado por los padres y madura progresivamente en el hogar. Los padres, y en muchas ocasiones los abuelos, ofrecen a los niños, desde el inicio de su vida, los primeros signos de la ternura y del amor de Dios. La llamada por los psicólogos confianza fundamental es condición indispensable para despertar el sentimiento religioso: la apertura a Dios. Esta confianza básica en la vida le asegura al niño que la vida, en último término, tiene sentido, que merece la pena vivirse, que todo va a ir bien, que no hay amenazas. Ahora bien, en una familia desestructurada puede ocurrir lo contrario y el niño, al perder esa confianza fundamental, tiene el riesgo de caer, en ciertos casos, en una depresión infantil.
Antes de enseñar al niño un conjunto de verdades sobre Dios, la Iglesia o los sacramentos, e incluso antes de enseñarle de memoria unas cuantas oraciones, tenemos que hacer que encuentre a Dios en Jesucristo, que es la manifestación plena del Padre al mundo. Para conseguir esta apertura a Dios en el niño, los padres deben iniciarle en la escucha de narraciones bíblicas adecuadas a su edad, especialmente de la vida de Jesús. Hay ya Biblias adaptadas a estas edades tempranas, que consiguen que el niño se familiarice con los principales personajes de la historia sagrada. También tiene mucha importancia la oración de los padres con el niño, hablando a Dios delante de él y junto con él, y aludiendo a cada uno de los miembros de la familia (pedir por el abuelo enfermo, por sus hermanos...). En la medida de sus posibilidades de comprensión, debe iniciársele también en la vida litúrgica de la Iglesia, celebrando en un ambiente festivo los domingos y las principales solemnidades cristianas, como son Navidad, Pascua, las fiestas de la Virgen, etc. Finalmente, debe ya iniciársele a la vida moral, transmitiéndole sentimientos de solidaridad, de compartir, de respeto al otro, etc.
En resumen, el proceso del despertar religioso busca alcanzar tres objetivos: 1) favorecer que el niño perciba en su propia vida la cercanía de Dios Padre en Jesucristo, que le da seguridad; 2) ayudarle a empezar a expresar su experiencia religiosa dirigiéndose a Dios con sus propias palabras y con algunas oraciones aprendidas al rezarlas; y 3) comenzar a valorar a los demás como Jesús nos enseña en su evangelio.
Pero, desgraciadamente, esto no puede darse hoy por supuesto en todos los casos. La indiferencia religiosa de un número elevado de parejas jóvenes hace que muchos niños sean llevados a nuestras catequesis de primera comunión “sin saber nada”, como frecuentemente describen esta situación los catequistas que los reciben. Se impone, pues, poner remedio a este descuido familiar. Las parroquias deberían establecer un año de precatequesis o de despertar religioso, donde catequistas preparados intentaran suplir el proceso que anteriormente debería haberse hecho en la familia. Si no se da este despertar religioso y se empieza con la catequesis propiamente dicha, se corre el riesgo de que la tierra no esté suficientemente abonada y la semilla no dé fruto.
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