Así lo confiesa, llena de gozo, la fe de la Iglesia Católica: «El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se hizo carne de modo que, siendo Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la Historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus aspiraciones» (GS, 45).
Y así lo expresan las distintas ediciones de Las Edades del Hombre. Aquí quiero presentar unos torpes rasgos sobre Jesucristo. Deseo que tú y yo veamos a Jesús, leamos los Evangelios, le conozcamos, le admiremos, nos enamoremos de él siguiéndole e imitándole en unión con toda la comunidad cristiana.
Respecto a su aspecto físico, no tenemos datos sobre si era alto o bajo, gordo o delgado, guapo o feo, de buena salud o mala, etc. Era hombre, uno de tantos. De niño jugaría con los demás niños; crecía en sabiduría y en gracia ante Dios y los hombres. Lloró ante la tumba de su amigo Lázaro, ante la viuda de Naím, se alegró, tenía su ironía, se angustió ante la muerte, ante la suerte futura de Jerusalén, etc. Sintió hambre y sed; se cansó y supo buscar unos días de descanso; fue sensible al dolor, hasta sudar como gotas de sangre y pedir que pasara el cáliz.
Era miembro de una familia, la integrada por Él, María y José. No se casó, pero no despreciaba el matrimonio ni a la mujer, sino todo lo contrario. Era trabajador. Se sabía miembro del pueblo judío, conocedor de la historia de su pueblo y sus anhelos, de las Escrituras Santas, de las fiestas y sus ritos.
Era un buen creyente que se sabía ante todo Hijo amado y ponía al Padre y su voluntad por encima de todo, de familia, de gustos personales, de planes y proyectos, aunque entrañara cruz. El «Abbá»- Dios era lo primero en su vida; todos los días oraba, de día y de noche, en la alegría y en la pena, en público y en privado, suplicando por sí, por discípulos, por todos, alabando y dando gracias. El Espíritu Santo le impulsaba a hacer. Sabía que la muerte no tiene la última palabra, sino el Padre que es Amor, Verdad y Vida. Fue siempre libre y responsable, no se dejó alagar ni manejar por nadie.
Era un buen creyente que se sabía ante todo Hijo amado y ponía al Padre y su voluntad por encima de todo, de familia, de gustos personales, de planes y proyectos, aunque entrañara cruz. El «Abbá»- Dios era lo primero en su vida; todos los días oraba, de día y de noche, en la alegría y en la pena, en público y en privado, suplicando por sí, por discípulos, por todos, alabando y dando gracias. El Espíritu Santo le impulsaba a hacer. Sabía que la muerte no tiene la última palabra, sino el Padre que es Amor, Verdad y Vida. Fue siempre libre y responsable, no se dejó alagar ni manejar por nadie.
Amaba con corazón humano y era amado, aunque también sufría al verse odiado, calumniado, abandonado y crucificado; no devolvía nunca mal por mal, incluso teniendo detalles con el que le entregó; amó hasta el extremo.
La naturaleza toda, la lluvia, la predicción del tiempo por el celaje, los pájaros, las palomas, las serpientes, el campo y las operaciones en el campo, el ganado, a las ovejas, las flores, las espinas, el agua, las fuentes, los ríos, la mostaza, los árboles, no eran desconocidos por él.
Comía y bebía, era observador de las cosas del hogar, de cómo se hace el pan, del valor de la sal, de dónde se pone una lámpara, de lo que hacía una mujer cuando se le pierde una moneda; era listo, las cazaba al vuelo; sabía leer en el interior; no se dejaba engañar y sabía si venían de buena fe o con malas intenciones.
Era una persona abierta a todos, sin marginar a nadie: a los judíos, a los varones, a las mujeres, a los oficialmente proscritos y pecadores, como los leprosos, recaudadores de la hacienda romana, prostitutas, a los extranjeros como los samaritanos, la siro-fenicia, algunos griegos que se acercaron a él, y hasta los soldados del Imperio Romano, como el centurión; incluso a Poncio Pilato, con el que dialogó. No así con el cínico Herodes que lo que quería era reírse de él y ante el que guardó silencio total.
Su corazón se abría de par en par ante los marginados, a los enfermos, endemoniados, necesitados, hambrientos, desnudos, leprosos, niños, mujeres; lleno de misericordia con la gente que andaba como ovejas sin pastor, a los publicanos, a las prostitutas. Aunque era inocente, pasó por culpable; fue solidario con todos, hasta ponerse en la fila de los que iban a bautizarse en el Jordán. Se comprometió con su pueblo luchando contra el mal, abriéndole los ojos para vislumbrar el futuro.
Tenía amigos, como Lázaro, Marta y María e iba su casa descansar; con sus discípulos la relación era cordial, sincera, paciente, de amigo. Sabía disculpar, perdonar y perdonaba a los amigos, como a Pedro, incluso a los que le crucificaron. Confiaba en las personas y las corresponsabilizaba de su misión. Le gustaba estar con la gente sencilla y humilde.
Era dialogante, generoso, valiente, justo, no violento sino amante de la paz, sincero, crítico con los poderes que no sirven al pueblo, transparente, sencillo, críptico en ocasiones. Tenía fama, pero no se dejó engañar por ella. Era pobre: nació, vivió y murió pobre. Sus palabras abrían y abren horizontes nuevos e insospechados. Fue hombre encuentros que rompía barreras, fronteras y protocolos sociales, legales, morales, religiosos y políticos. Entendió su vida como un servicio humilde de amor, hasta lavar los pies sucios de sus discípulos y dar la vida por todos.
En resumen: Todo lo hizo bien. Pasó haciendo el bien y luchando contra el mal por amor a Dios y a sus hermanos los hombres. Es el Hombre perfecto y la plenitud el Hombre.
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