domingo, 17 de enero de 2016

Una sonrisa desconocida

Al lado de la puerta de la capilla, hay en el obispado una foto en blanco y negro de un hombre, en su escritorio con pluma en mano, mirándote a los ojos y esbozando una sonrisa. Te aseguro que produce ternura su mirada. Es el Obispo D. Manuel González. El pasado 4 de enero celebramos la Eucaristía en la catedral a nuestro beato Manuel, al lado de su cuerpo que reposa bajo el sagrario como fue su deseo. D. Manuel fue nuestro obispo desde el año 1935 al 1940, y parece ser que pronto va a ser proclamado santo en Roma.

Muchas veces pasamos por la memoria de los santos, como si se tratara de uno de nuestros cumpleaños: un poco de fiesta y, quizás, una oración agradecida. Nada más. Al final, todas estas personas que han marcado nuestra vida de alguna manera, quedan en un recuerdo borroso, de estampa color sepia. Además, en algunos casos, nos esforzamos en maquillar su vida para hacerla un poco más soportable, incluso tendiendo a lo ñoño y desencarnado. En cambio los santos son personas que han vivido mucho y con mucha intensidad. Todos y cada uno de ellos nos pueden enseñar demasiadas cosas para poder vivir con un poco más de dignidad en todos los momentos y sobre todo en los más convulsos. En cambio, muchas veces, seguimos haciendo hincapié en las anécdotas o florecillas y perdemos la esencia, aquello por lo que gastaron o dieron su vida. Y os aseguro que D. Manuel tiene a sus espaldas un extenso anecdotario, como gran catequista que era y como persona de mucho humor y bastante ironía, propio de las personas libres e inteligentes. La verdad, que para un católico de a pie del pleno siglo veintiuno tiene mucho que decir la vida de este hombre, sacerdote y obispo.

Sus escritos, que están recopilados en tres tomos, con la anchura y la densidad de tres biblias, tienen un doble eje sobre el que pilota toda su vida y su enseñanza: Cristo y el testimonio del discípulo. En esto gastó su existencia, su pensamiento, sus escritos y su actividad. Es verdad que hay tres miradas en las que se reflejaba su amor a Cristo: la Eucaristía, el Buen Pastor y los pobres, todos los pobres. Por sus palabras sabemos que no vivía más que para el “Dios escondido”, y en su presencia se hubiera pasado las horas, si sus tareas pastorales no le arrancaran en cada momento del sagrario. El despertar de su misión se produjo justamente ante un tabernáculo descuidado y sucio.

Pero le preocupaba sobre todo el testimonio de los que nos decimos cristianos y sobre todo de los curas. Buscaba organizarles en grupos y asociaciones. El Buen Pastor, era su modelo. Buscaba sacerdotes apóstoles y laicos apóstoles. Su día trascurría en visitas al sagrario, a los grupos, a los sacerdotes, a los pobres, a las personas que podían influir de alguna manera para llevar a cabo su misión, en escribir y vuelta otra vez al sagrario. Se quejaba de que algunos sacerdotes y laicos le reprochasen que fundara tantas asociaciones, que todo estaba dicho o todo estaba hecho ya. Son ganas de no hacer nada, se lamentaba. Todo es poco, todos los esfuerzos para que todos lleguen a Cristo son pocos. El médico que deje su profesión, decía, podrá llamarse un jubilado, un retirado, un cesante... pero el cura que deje su entrega a las almas se llamará siempre por Dios y por los hombres un apóstata y un detentador sacrílego... Me hacen temblar estas palabras. Son tan duras como las de Jesús a los escribas y fariseos. Lo que ocurre que estas palabras las siento más cercanas.

En su librito, “Arte de tratar a las gentes a la apostólica” hace un análisis profundo, propio del buen conocedor de la psicología humana y también de la falta de espiritualidad, hablándonos de los tiempos perdidos, de los palos de ciego, de los toques de violón, de las indiferencias irritantes, de nuestra manera de tratar a unos a galope y a otros a paso de tortuga, de los oropeles que nos separan de los demás y nos impiden ser todo con todos. Y muchas de estas cosas nos siguen sucediendo 75 años después de su muerte, a pesar de que él siga mirándonos con esa sonrisa tan desconocida.

Antonio Gómez de la Hera
Administrador Diocesano

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