sábado, 7 de septiembre de 2013

Los niños gaseados de Siria

¿Qué hemos visto este verano (a punto de concluir) más allá de vacaciones, viajes y fiestas?
No deberíamos pasar por alto la atrocidad de dos guerras espantosas, que están dejando millares de muertos y de proyectos cercenados. Precisamente, en dos países donde, por añadidura, los cristianos llevan la peor parte. No habría que dejar de lado ni a Siria ni a Egipto, cunas de civilizaciones. Lugares donde en otros tiempos la convivencia no fue un sueño de profetas, sino una gozosa realidad vivida.

La imagen de los niños gaseados en Siria, retorciéndose entre crueles espasmos y horrorosas convulsiones, debería levantarnos de la poltrona. ¿A dónde se puede llegar con la locura de guerras e intereses?

Tenemos un mundo dividido y atolondrado. Unos dicen que es el fin de la Historia (por ejemplo, el catedrático norteamericano, Fukuyama). Otros comentan que hemos llegado a un choque violento de civilizaciones, y que este es el principio de una guerra sin remedio. El profesor George Steiner, crítico y teórico de la cultura, nos dice que los fanatismos e intolerancias no se inauguraron con los sucesos del 11-S. del 2001 o del 11-M. del 2004. El fanatismo es viejo y tiene en su haber mucha sangre inocente. En este punto cualquier tiempo pasado no fue mejor.


El Papa Francisco, con motivo de la JMJ, ha dicho a los Obispos latinoamericanos, reunidos en Aparecida, allá en el lejano Brasil, que no estamos en una “época de cambios”, sino en un “cambio de época”. La frase es afortunada, pero ¿hacia dónde nos lleva este cambio de época? El Papa ha señalado a la Iglesia latinoamericana (y vale en parte para nuestras Iglesias) las rutas a seguir, las pautas de conducta a observar. Después de seis siglos de modernidad, ¿qué hemos hecho? ¿Hemos mejorado el mundo que heredamos de nuestros padres? Creyentes y no creyentes, ¿hemos contribuido al progreso de valores éticos, como la justicia o la convivencia?

Es verdad que hemos aportado algo de sensibilidad artística, de gusto por lo bello; hemos clarificado los derechos humanos; hemos alertado sobre lo que significa destruir la creación. Pero, sin duda, hemos ido dilapidando valores como la familia, la convivencia social, la honradez en los negocios...
¿Pero acaso Dios no nos divide y enfrenta? -protestan no pocos, hoy. Hay que ser categóricos en la respuesta: “No, Dios no divide; Dios une”. Los que dividimos y matamos en nombre de nuestros particulares intereses e ideologías (poniendo, a veces, a Dios como excusa) somos nosotros. Incluso lo “divino” se nos puede convertir en una ideología más. Por añadidura, en una ideología de odio. Pero Dios es inocente. El Dios cristiano no es un Moloch, un fetiche, ávido de sangre.

Si estamos finalizando una época de la historia, como algunos afirman, habrá que hacer balance, para no repetir errores. A no ser que estemos convencidos de que hombres y mujeres somos ya un “error de fábrica” que no tiene arreglo.

¿No nos ocurrirá, más bien, que, pudiendo y debiendo evitarlas, tropezamos siempre y sin remedio con las mismas piedras? El rostro de Dios, por ser divino, es humano, muy humano. Y Dios lleva en sus brazos a este desquiciado mundo. A los niños, especialmente.

La sangre de los inocentes, como la de Abel, siempre clama al cielo.

Eduardo de la Hera

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