(Pueden leerlas íntegras en www.diocesispalencia.org)
Del Jueves Santo
Tenemos que amar la Eucaristía, el gran invento del amor de Dios. Tenemos que vivirla en profundidad. En ella Dios nos reúne, nos habla como a amigos e hijos en la Liturgia de la Palabra; nosotros hablamos con él orando. Damos gracias, hacemos memorial de su entrega, de su carne entregada por nosotros y su sangre derramada por todos; lo hacemos en comunión de fe y amor con toda la iglesia, con la iglesia peregrina, presidida por el Papa Francisco, y de la que forman parte Santa María, la Virgen, San José, los santos y los difuntos. Y con ellos damos gloria y alabamos al Padre y al Hijo y en el Espíritu Santo, a Dios, al Uno y Trino, el Dios que es amor. De ella comemos, nos alimentamos, vivimos y existimos.
Tenemos que pedir por nuestros sacerdotes, presencia sacramental de Jesucristo, presencia en las vasijas de barro de nuestras personas, pero presencia que contiene el vino del amor, el buen olor de Cristo. Tenemos que pedir por las vocaciones, de manera especial a las vocaciones diaconales y sacerdotales. “Señor, manda, obreros a tu mies, como enviaste a los apóstoles, a San Manuel González, y a tantos otros”. Los necesitamos. ¿Quién si no nos va a hablar de ti, nos va a hacer presente tu Palabra que ilumina, quién nos va a partir del pan de la unidad y la copa de la bendición de tu amor? Escúchanos, Señor.
Tenemos, hermanos, que hacernos pan, hacernos servidores y esclavos que sirven por amor, que aman hasta el extremo, como Arnaud. Y ¿cómo? Siendo hombres y mujeres que aman, que se entregan como Jesús, que no piensan en sí mismos, ni en su bienestar y comodidad, que no buscan tener más, ser más famosos, tener más poder, sino que buscan el bien más pleno, integral y posible de los otros; que no quieren ser servidos sino servir, que perdonan, no siete veces, sino setenta veces siete porque ellos se saben perdonados, lavados, que hacen el bien y luchan contra el mal, etc. Y comenzando por los de la propia casa, la familia, los vecinos, el pueblo, en esta tierra nuestra de Palencia, en España tan agitada y revuelta, en la humanidad entera. Un amor que sea hace caricia, palabra amable, ternura, favor desinteresado, misericordia fiel y eterna, compañía cercana, compasión con los más pobres y humildes, con los postergados y olvidados de la sociedad, los enfermos, los ancianos, los que están solos, los heridos de la vida, los jóvenes, los varones y las mujeres maltratados. Un amor que sale al encuentro del otro, que no espera que vengan a nosotros, sino que corre al encuentro del hermano, del que consideramos oveja perdida, moneda perdida, hermano pródigo. Tenemos que admitir como comensales en nuestra mesa y en nuestra vida a todos, como Jesús nos admite a nosotros, pecadores perdonados, incluso a Judas. No se trata de darles las sobras, ni las migajas que caen de nuestra mesa, sino darnos nosotros mismos con todo lo que somos y tenemos.
Del Viernes Santo
He aquí al Hombre. Qué entrega, qué inocencia, qué misericordia, qué perdón, qué cariño y preocupación por los suyos, para que no se pierda nada ni nadie... qué amor. ¿Cómo responder? Adorándolo.
Adorarlo es gloriándonos en él y en su cruz. Dejémonos mirar por él. Dice el poeta: Por descubrirte mejor/ cuando balabas perdida/ dejé en un árbol la vida/ donde me subió el amor;/ si prenda quieres mayor/ mis obras hoy te la dan (Góngora). La eucaristía es la gran obra, memorial de su pasión, donde el pastor se hace pasto también.
Admiremos siempre. Dejemos que nos toque el corazón, las fibras más íntimas del alma. No nos acostumbrarnos, no trivialicemos la Pasión en cruz. Digamos con Pablo: Me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20).
Adorarlo con gloria es reconocer que es Dios; démosle gracias, alabémosle, bendigámosle. Adorar a Cristo y gloriarnos en Él es unirnos a Él: dejarnos abrazar por Él. Él nos ha amado primero dejémonos llevar por Él en sus hombros. Es vivir en la fe del Hijo de Dios (Gal 2, 20) en la comunidad eclesial sin que nadie ni nada nos aparte de su amor. Es ponerle en la cumbre de nuestras alegrías. Unirnos a Él es acoger al Espíritu Santo y dejarnos guiar por él.
Adorar a Cristo y gloriarnos en Cristo crucificado es Imitar su amor, su entrega, ser reflejo de su obediencia al Padre, seguirle a él siempre amando como él, sirviendo como él, Seamos como María, hombres y mujeres capaces de acoger en nuestras entrañas de misericordia a todos los hombres por quienes él se entregó. Es vivir para Dios y para los demás. Es tener sus mismos sentimientos y actitudes. Es orar por todos los hombres, nuestros hermanos, especialmente los que más sufren y participan más duramente de las astillas de la cruz de Cristo.
Adorémosle y gloriémonos en la cruz de Cristo y en el Cristo de la Cruz siendo testigos con palabras y obras de Él, el único salvador de cada hombre, de la humanidad y de la historia.
Del Domingo de Resurrección
Esta fiesta nos llama a gozar y a dar testimonio como Pedro: Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. ¡Cómo?
Buscando las cosas de arriba, como nos dice San Pablo. Buscar las cosas de arriba no es vivir en las nubes, ni irse por las ramas, ni huir de este mundo y sus problemas, no es vivir de ensueños, sino de Cristo, del Espíritu de Cristo, de los valores espirituales de Cristo. Como dice el Papa no es vivir en la mundanidad , sino en la eternidad, de los valores que no pasan.
Buscar las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la derecho de Dios es vivir de la fe, creyendo en Dios que es Padre, Hijo y Espíritu, en su amor, escuchando su Palabra; es cimentar nuestra vida en Cristo, encontrarnos con él, con su persona, enamorarnos de él y seguirle como la Magdalena, aunque no veamos claro. Es vivir como bautizados la vida auténtica que está en Cristo como hijos del padre, hermanos de Cristo y personas habitadas por el Espíritu. Es anunciar la fe a los demás, no ocultarla, no avergonzarse de Jesús. Es participar en la vida de la comunidad cristiana formada por todos los que creemos en él, lo celebramos y nos encontramos con él especialmente el Domingo, e intentamos vivir según él y como él.
Aspirar a los bienes de arriba no a los de la tierra es vivir de la esperanza. Somos una comunidad de peregrinos que no tenemos morada definitiva en esta tierra sino en la casa del Padre. Los bienes de la tierra los necesitamos para nosotros, nuestras familias, para compartir con los más necesitados, pero no pueden llenar nuestro corazón. Vivir de y en la esperanza es confiar en su Palabra y en las promesas de Dios contra toda esperanza, es saber que merece la pena vivir según el Evangelio, que Dios no defrauda porque nos ama mucho más allá de lo podemos soñar e imaginar; es vivir con la convicción profunda de que nuestra peripecia humana tiene un fin feliz, ser resucitados y gloriosos juntamente con Cristo.
Buscar las cosas de arriba es vivir de la caridad. Cultivar la generosidad, el servicio, abiertos y atentos al prójimo y sus necesidades. Es comprometernos con esta tierra nuestra y sus gentes, queridas y amadas. Es vivir desde la cultura del encuentro, del perdón y la misericordia; es pasar haciendo el bien y curando a tantos heridos de la vida por el desamor, la enfermedad, la muerte, la violencia, el paro, la droga, la injusticia, la insolidaridad, el abandono, la explotación y la indiferencia. Es dar la vida en servicio, entregar la vida como lo hizo el Gendarme Francés, Arnaud Beltrame, como lo han hecho los mártires, como lo hacen tantas personas en un servicio, callado, con humildad, sin buscar reconocimiento; es vivir desde el amor más grande, como el de Jesús, que nos amó hasta el extremo.
Hermanos y hermanas: Aleluya. Merece la pena creer en Cristo Resucitado, esperar en Cristo, y amar a Cristo y como Cristo. Este es el día en que actuó y actúa el Señor, presente en la comunidad, en su Palabra y en la Eucaristía; sea Él nuestra alegría y nuestro gozo. Demos gracias al Señor porque es bueno, porque e eterna su misericordia.
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